Hay días que pierden el
norte, pero los Domingos se desorientan por completo. Son como estar en ninguna
parte, en ningún lugar. Ese día tiene un olor especial a armonía, a manos que
se frotan, a hierba húmeda o libros antiguos. Son bocanadas de aliento, que danzan
de una garganta a otra, a la espera de algún bostezo.
Tejidos de azul cielo y
sonrisa melancólica, los Domingo visten ropa de paseo por la mañana y pijama
hasta la noche. Caminan entre los lunes y los viernes, pasando inadvertidos, silbando
baladas. Algunas veces se ven salpicados por una sensación de vacío y el resto
de días decaen, hasta recobrar el equilibrio natural de las cosas maravillosas
que suceden a las 4 de la tarde.
Tristes días sueltos que
añoran el frío. Se dice que los Domingos son eternos amantes del invierno,
aunque solo se encuentren cada nueve meses. Cuando este llega, el Domingo se
vuelve más dulce, si cave. Bohemios por el día y ardientes durante la noche, ellos
nunca duermen.
El invierno, perpetuo
envidioso de las noches de verano, del poder que tienen de hacer de los
descansos nocturnos una delicia, esperan impacientes desde el otro lado del
mundo a que llegue Diciembre para nevar sobre los Domingos. Ellos, cálidos e
ingenuos se contraen y se arrugan por el
repentino frío. El calor genera una dilatación. Provoca el movimiento de vellos
que se erizan, escalofríos y temblores. Entonces, una sensación de nauseas los
invade. Y es lo mas dulce que hayan sentido jamás. No hay domingos
desencantados. Por eso, en Abril, cuando recuperan el calor que se escapó, esos
pequeños granitos de gélido afecto desaparecen y la melancolía vuelve a ellos.