martes, 1 de mayo de 2012

Toradh


Era una mañana fría, de esas en las que ignorábamos la diferencia entre el deber y el querer.   
Estábamos en la más alta torre, jugando a rescatarnos de nosotros mismos. Me apoyé en tu cabezal, parecía que estaba allí mucho antes que tu, deformado de sostener demasiados dolores de cabeza, así que lo deje caer por el mismo precipicio por el que cae la ropa cuando sobra. Estirando los brazos, prácticamente dejándome caer, conseguí alcanzar el nuevo almohadón, limpio de pesadillas repetitivas y sueños incumplidos. Lo orienté hacia el infinito, al principio no entendiste de que se trataba, hasta que me tumbe a tu lado, cerramos los ojos y empezamos a hablar flojito, como si todo lo que saliera de nuestra boca fuera un secreto. Des de aquel día compartimos los mismos sueños en una misma dirección. 
Dejamos caer sobre la almohada el corazón, las lágrimas, el sudor y los planes de una vida, a sabiendas de que estos nunca funcionan. En ella apoyamos todo el peso de una fe sin argumentos, basada únicamente en la paz que sentíamos al saber que nos olvidábamos del mundo y el mundo nos olvidaba a nosotros.
Fue el mejor regalo que pude hacerte.

Sin embargo, ahora duermen tus sueños donde todavía yacen los míos, atrapados.  Y quien sabe, es probable que no tardes en subir ahí a otra persona y la invites a soñar, olvidando todo lo que un día quisimos ser.



























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