domingo, 21 de abril de 2013

Color a humedad en el pulmón



Ella… la mayoría del tiempo solo era ella…
Una casa de muñecas y tifón.
Extremidades volando.
Pie donde mano, mano en garganta y garganta sin voz.

Ella… bostezo infinito.
Niña de carretera sin frenos y pies de almidón.
Casa de puertas sin pestillo y ventanas con doble filo de alcohol.
Escaparate en el que postrar sus ojos transparentes.
Ojos que advierten de que en cualquier momento echará a volar.
Y un momento fueron siete años que no ha sido capaz de olvidar.

Ella… como alas sin mariposa.
Como deambulante vendiendo lágrimas en tarros.
Como niña que ya no piensa en ti mientras se viste.
Tan solo se está curando.

Ella era casa y aviones a tu pelo, con su nombre en el reverso del ala menor.
Casa, porque se daba cobijo en rincones donde no tenía lugar.
Y mudaba junto con las cajas, la sonrisa tonta de las mañanas

Y llovizna en las tostadas y carmín en los relojes,
por haber intentado detener el tiempo con un beso.
Intentos, como el salto que casi llegaron a dar.
Ella y mil veces ella esposada a un tablero donde siempre pierde el turno por hacer Sit suan.

Y a veces,
tan solo era el recuerdo de una sonrisa danzando sobre la punta de sus pies.
Y otras, se quitaba los zapatos para entrar en la boca del lobo.

Ella era casa, era el mundo.
También era su país, su ciudad, su barrio, su calle,
Su habitación, la cama, la almohada.
Una de las plumas que rellenaba la almohada.
O incluso el aire que la hacía volar.
Ella... se podía respirar.



lunes, 15 de abril de 2013

No hay manera humana de escapar


Y yo, convencida, de que nunca había sentido algo tan terrible como respirar al fin con normalidad. Sin tropezones ni hachazos a mis cuerdas vocales, sin digerir esa sopa de erizos, que aún fría duró meses sobre la mesa.

Y ahora caigo, como tus silencios a mis preguntas, de un golpe y sin cerrar la puerta. Caigo, porque siempre nunca fue demasiado, y el tiempo se para justo, cuando decides empezar a olvidar.

Con que lentitud corren las pesadillas. Te haces pequeña, en una esquina escondida. Enmudecida de sed, atragantada por las palabras que retroceden en fila india y orgullosas juran no volver al mismo escalón.

-No saldremos de esta- decías al ver mis medias rotas por pies que al caminar hacían sonar una chincheta clavada. La ceguera nunca me sentó tan bien. 

Recuerdo susurrarte que llegaría una noche en la que no amanecería jamás, y que esa sería nuestra para siempre. Tú jugabas a creerme y yo, te creía sin más, porqué en ese momento casi podía ver el fin del mundo en tus ojos.

Me invitaban a quedarme un par de vidas más y yo respondía con el chirrío de mis uñas arañando la salida de emergencias, camuflado por un –sí, me quedo-.

Y no, no pude salir. No supe hacerlo de otra manera, no quise hacerlo de otra manera. Perdón por qué no me acostumbré y nunca lo haré, a la ruleta rusa que eres, al vértigo que me das cuando suspiras mi nombre, descalzo, siempre al borde del abismo, al que estoy segura, debimos haber saltado hace mucho.

Ya no hay lugar para una despedida, tal vez porque nunca lo hubo, y yo lo inventé. Tal vez porque después de conservar el polvo, barrer las migas y soplar las mentiras, después de mirar sin tocar, de no dejar huella, me he dado cuenta de que es por eso que decidí quedarme:

Porque de no haber sido algo increíble, jamás hubiese creído en ello.