lunes, 15 de abril de 2013

No hay manera humana de escapar


Y yo, convencida, de que nunca había sentido algo tan terrible como respirar al fin con normalidad. Sin tropezones ni hachazos a mis cuerdas vocales, sin digerir esa sopa de erizos, que aún fría duró meses sobre la mesa.

Y ahora caigo, como tus silencios a mis preguntas, de un golpe y sin cerrar la puerta. Caigo, porque siempre nunca fue demasiado, y el tiempo se para justo, cuando decides empezar a olvidar.

Con que lentitud corren las pesadillas. Te haces pequeña, en una esquina escondida. Enmudecida de sed, atragantada por las palabras que retroceden en fila india y orgullosas juran no volver al mismo escalón.

-No saldremos de esta- decías al ver mis medias rotas por pies que al caminar hacían sonar una chincheta clavada. La ceguera nunca me sentó tan bien. 

Recuerdo susurrarte que llegaría una noche en la que no amanecería jamás, y que esa sería nuestra para siempre. Tú jugabas a creerme y yo, te creía sin más, porqué en ese momento casi podía ver el fin del mundo en tus ojos.

Me invitaban a quedarme un par de vidas más y yo respondía con el chirrío de mis uñas arañando la salida de emergencias, camuflado por un –sí, me quedo-.

Y no, no pude salir. No supe hacerlo de otra manera, no quise hacerlo de otra manera. Perdón por qué no me acostumbré y nunca lo haré, a la ruleta rusa que eres, al vértigo que me das cuando suspiras mi nombre, descalzo, siempre al borde del abismo, al que estoy segura, debimos haber saltado hace mucho.

Ya no hay lugar para una despedida, tal vez porque nunca lo hubo, y yo lo inventé. Tal vez porque después de conservar el polvo, barrer las migas y soplar las mentiras, después de mirar sin tocar, de no dejar huella, me he dado cuenta de que es por eso que decidí quedarme:

Porque de no haber sido algo increíble, jamás hubiese creído en ello.








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