Esa mañana se había levantado con el canto del primer pájaro. Tenía algo de sueño pero nada frenaría sus ganas de hacer un buen desayuno. Había conseguido escabullirse de las calidas sabanas sin despertarle, y mientras preparaba los ingredientes emigraba a la luna imaginando lo que estaría soñando.
Siempre había querido hacer eso de concentrar todo su amor en algo comestible, supongo que es por eso que las comidas de nuestras madres siempre saben mejor.
Le encantaba el olor a tostadas recién echas con mermelada de albaricoque, pero esta vez quería hacer algo diferente, que cuando lo probara le hiciera empezar el día con buen pie, aunque eso supusiera dejar la cocina echa un caos. Mientras la masa iba subiendo dentro del horno se agachaba y apoyaba en él para calentarse un poco. Desde abajo miraba la encimera, llena de cascarones de huevo y una niebla de harina que se respiraba por toda la cocina. El timbre del horno sonó, se podía confundir perfectamente con el de los hoteles, esos que se utilizan para llamar al recepcionista, solo que éste, en cualquier caso aparecería con una bandeja de esponjosas magdalenas.
El olor era tan dulce que la mermelada quedaba en un segundo plano.
Mientras la bandeja llena de caperuzas de colores se enfriaba empezó a batir enérgicamente la nata montada. Su delantal empezaba a parecerse al uniforme de un batallón del ejército.
Una vez lo tubo todo listo solo le faltaba poner la nata con la ayuda de una manga sobre las magdalenas. Tenía virutas de chocolate, que había ido probando mientras cocinaba. Las espolvoreó y se relamió. Ojala le gusten tanto que no se fije en la cocina, pensó.
Las colocó en una bandeja blanca a conjunto con la nata que tenía guardada en el armario del fondo. Quedaban tan bonitas, que se sintió capaz de levantarse al amanecer cada día por el, y de repente volvió a emigrar, fantaseando con un montón de platos deliciosos que podría prepararle, cuando de repente un bostezo soñoliento le interrumpió. Se había despertado, miro el reloj… normal, era tardísimo!
El, arrastrando una manta, todavía en trance, no distinguía del todo la realidad de su sueño de hacía un par de minutos. La había pillado con las manos en la masa y le pareció tan tierna que solo le faltaban las virutas de chocolate por encima. Se quedaron los dos sin habla. Hubo un momento de silencio eterno en el que solo se oía su respiración, no sabia que cocinar acelerara de esta forma el corazón.
Tendió una mano hacia su cara y ella se quedó inmóvil. Con las yemas de los dedos capturo unas motas de masa que habían salpicado en su mejilla y se las llevó a la boca mientras la observaba. Cogió una última bocanada de aire. Se acercó, muy cerca, tan cerca… La besó, despacio, como si el tiempo se parase y el fin del mundo los invadiese.
En ese instante ella supo exactamente lo que sentía el chocolate al fundirse por el fuego lento.
La envolvió con la manta llena de flecos, que parecía un tanto vieja.
Todavía sostenía la bandeja en las manos cuando el de un salto la cargó entre sus brazos. Haciendo equilibrio con los dulces y tropezando con la manta fueron dando tumbos por el pasillo hasta llegar de nuevo a la habitación, todavía completa y deliciosamente a oscuras...